Siempre quisimos separar sexo y reproducción: ahora que lo tenemos al alcance de la mano, nos damos cuenta de lo que pedíamos

No hay dicho más humano que ese que dice que “cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad”. Desde que tenemos memoria documental, siempre hemos querido separar el sexo de la reproducción. La buena noticia es que ya lo tenemos al alcance de la mano. La mala noticia es que ya lo tenemos al alcance de la mano.

Porque en los últimos años y a medida en que la tecnología nos ha ido acercando ese sueño, las preocupaciones éticas y los problemas sociales han emergido como setas en una utopía donde, según muchos aseguran, no es oro todo lo que parece.

La larga marcha hacia la anticoncepción

Casi 2000 años antes de la era cristiana, los médicos egipcios ya recomendaban colocar en la vagina una pasta hecha de estiércol de cocodrilo y miel antes del acto sexual. Ese seguramente sea solo el ejemplo más llamativo. Porque si rebuscamos en la historia encontraremos papiros, códices, manuscritos y tablillas llenos de propuestas, recetas o consejos para fabricar preservativos, formular pociones anticonceptivas o realizar rituales para no quedar en cinta.

No hace falta señala que no, no funcionaban. Es paradigmático que la prohibición del aborto aparezca ya en las primeras versiones que nos han llegado del juramento hipocrático dando a entender dos cosas: la peligrosidad de la práctica, por un lado; y su popularidad antes incluso de que la modernidad nos trajera la revolución demográfica, por otro.

Así que no es extraño que la necesidad social agudizara el ingenio de médicos, ingenieros y científicos y que durante los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX emergieran con fuerza todo tipo de métodos anticonceptivos (ahora sí, un poco más efectivos). El primer diafragma moderno se inventó en 1880, los primeros espermicidas se comercializaron en 1885, el primer DIU fue descrito en 1909 y la primera píldora anticonceptiva, el enovid, salió al mercado a finales de los años 50.

Un enorme cambio social

Esto lo cambió todo. Es verdad que decir que la emancipación de la mujer o la progresiva democratización de las relaciones personales son causa de la píldora anticonceptiva es hacer mala sociología. Sobre todo, porque son fenómenos mucho más complejos y están enraizados en hondas tendencias demográficas, económicas y políticas.

No será la causa, pero sí que fue una causa de todos esos cambios. No cabe duda de que la anticoncepción hormonal meneó la sociedad del momento. Profundamente. No está de más recordar que la encíclica católica más polémica del Siglo XX, ‘Humanae vitae’, va sobre métodos reproductivos y fue capaz de tambalear los cimientos de la que quizás sea la gran institución más longeva del mundo.

El sexo importa, vaya que importa. Y sin embargo, todo esto eran fuegos de artificio. Habíamos conseguido tener sexo sin correr el riesgo de tener hijos (al menos con niveles de seguridad muy muy altos). Pero lo seguíamos necesitando: sólo habíamos conseguido desandar el camino que une sexo y reproducción por un lado. La siguiente revolución era tener hijos sin tener sexo.

Del "niño probeta" al "bebé a la carta"

Ese 1978, el 25 de julio si queremos ser precisos, Lesley Brown dio a luz a Louise Brown, la primera “niña probeta”. Estos días, con el escándalo de las dos gemelas chinas editadas genéticamente con CRISPR, nos olvidamos de lo que supuso el nacimiento de Louise hace 40 años.

No sólo el parto se hizo en el más riguroso de los secretos, John Brown, el padre, tuvo que visitarlas mientras la policía hacía guardia en la puerta de la habitación del hospital y durante años recibieron cartas llenas de insultos y frases “enfermizas”.

Estos cuarenta años han servido para consolidar la aceptación social de la fecundación in vitro y para refinar nuestras técnicas. Hemos conseguimos crear niños de tres progenitores y la gestación subrogada se ha convertido en un debate fortísimo dentro de las sociedades contemporáneas.

Sobre el papel, solo quedan dos retos científicos de altura: el desarrollo de úteros artificiales y la gametogénesis. En la práctica, el primero conlleva sacar a las mujeres del proceso y el segundo, sacar a los hombres.

En ambos retos, aunque no lo parezca, estamos sorprendentemente avanzados. En los “úteros artificiales”, el impulso viene por los 15 millones de bebés prematuros que nacen en el mundo cada año. Las mismas técnicas que han permitido aumentar exponencialmente la tasa de supervivencia (y la calidad de vida) de estos prematuros son las que podemos usar en su desarrollo.

Cuando hablamos de gametogénesis (la posibilidad de crear gametos viables a partir de cualquier célula del cuerpo) estamos hablando de llevar al límite nuestros intentos de hacer frente a la esterilidad. Podríamos hacer hijos sin necesidad de espermatozoides ni ovarios. Suena increíble y, sin embargo, en cuanto sacamos todo esto del ámbito médico, saltan las voces de alarma.

Estamos ante el principio del futuro

El tren para acabar con el sexo reproductivo hace mucho tiempo que salió y estamos tocándolo casi con la punta de los dedos. Hemos pasado de no tener 'ningún' control sobre la reproducción a tener 'demasiado' y eso confiere una responsabilidad que asusta a muchos expertos. El problema es que, aunque muchos de ellos han reivindicado necesidad de prohibir el uso de técnicas genéticas en humanos como una forma de salvaguardarnos de posibles malos usos, lo cierto es que es muy difícil hacer efectiva esa prohibición.

Pero la preocupación no va de que esta misma tecnología nos permitirá hacer cosas realmente problemáticas o no. Si la píldora o la FIV causaron terremotos, estaba claro que esto también los iba a traer. Y no estábamos preparados. Quizás porque no podíamos ni imaginar lo que venía mientras jugábamos en los laboratorios, quizás porque, por mucho que nos gustase, ningún método anticonceptivo funciona contra el futuro.

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