A mi abuelo se lo llevó un cáncer de pulmón un Corpus hace ya un buen puñado de años. No se me olvidará nunca el sonido bronco de su respiración las horas antes de su muerte. Aún hay noches que me sueño sentado en aquella silla mirándolo tumbado en la cama. Sí, ya sé que no debemos usar lenguaje bélico cuando hablamos del cáncer, pero si os soy sincero lo que yo quiero, lo que me sale de dentro, es eso: derrotarlo, vencerlo, erradicarlo de una maldita vez.
Dicho de otro modo, me gustan las buenas noticias sobre el cáncer. Estos días hemos podido leer en la prensa que unos investigadores del Instituto de Oncología del hospital Vall d'Hebron (VHIO) han desarrollado un fármaco que podría ser clave para luchar contra la mayoría de cánceres. Lo comentaban en televisión mientras tomaba café en la cafetería y alguien al fondo de la sala ha dicho "¿no se cansan nunca de decir que dar este tipo de noticias?".
Mientras mojaba el cruasán en el café con leche, me he dado cuenta de que entendía, perfectamente, esa sensación. La clave, en el fondo, está en el “podría”, en el cuándo merece la pena usarlo. Al menos en el periodismo científico y sanitario, cada “podría” es una pelea a navaja entre la esperanza y el escepticismo no solo por aclarar los hechos, sino por entrever qué oportunidades merecen la pena de apostar por ellas.
Los retos reales de la investigación biomédica
La investigación del Vall d’Hebron es increíble. Tras 20 años, el equipo de han conseguido resultados positivos en la eficacia de Omomyc en ratones con cáncer de pulmón no microcítico, el más mortal de este tipo en humanos. Según los resultados publicados en Science Translational Medicine, el fármaco parece capaz de bloquear la actividad de MYC, una familia de genes que tiene mucho que ver con el desarrollo del cáncer, con una buena eficacia y sin efectos secundarios graves.
Es decir, las pruebas con animales señalan que el fármaco podría ser capaz de frenar el crecimiento y reducir el grado tumoral. Esto es lo nuevo (y lo interesante): el fármaco. Ya sabíamos que se puede bloquear la actividad del encogen gracias a técnicas de ingeniería genética, pero el desarrollo de un medicamento fácilmente administrable podría ser sensacional.
¿Lo malo? Los “podrías”. Según explican los mismos investigadores, los buenos resultados hacen que esperen iniciar los ensayos clínicos con pacientes en 2020. Es decir, ahora tiene lo más difícil. En 2011, Lisa Hutchinson y Rebecca Kirk descubrieron que solo un 5% de todos los fármacos que habían demostrado su efectividad en fases preclínicas llegaban a ponerse en el mercado.
Es cierto que, en el caso de las enfermedades cardiovasculares o neurológicas, la tasa es del 20%. Pero en el caso de los estudios de biología, los resultados de los grandes estudios de realización nos invitan a ser muy muy conservadores. Por ponerlo en cifras, por cada nuevo tratamiento oncológico necesitemos cuatro veces más personal, cuatro veces más recursos y cuatro veces más tiempo que para desarrollar un tratamiento cardiovascular.
Una ciencia sin carteles de neón
Y esto no solo nos obligan, como concluían Hutchinson y Kirk, a admitir que que las estrategias de investigación básica no estaban funcionando, sino que también nos llevan a reflexionar (quizás más críticamente aún) las de la comunicación y el periodismo científico-sanitario. Estamos (todos) fallando en identificar oportunidades reales en las que focalizar nuestros recursos.
Mi inquietud principal, al menos en días como hoy, está en esa tensión entre la esperanza y el escepticismo que tan difícil es de gestionar. Y no (sólo) por las falsas esperanzas que surgen en millones de personas cada vez que el telediario anuncia un nuevo tratamiento que podría cambiarlo todo. Como bien sabemos los que hemos convivido con la enfermedad de una forma u otra, uno acaba insensibilizándose a esos anuncios con bombo y platillo que nunca acaban de llegar a las consultas. Como el seor de mi cafetería.
Que también, sino por las implicaciones sociales de vivir en un constante ir y venir de soluciones posiblemente prometedoras. Sin poder identificar qué batallas hay que luchar y que líneas hay que financiar, la sociedad se convierte en un trasunto moderno del zorro de Arendt, ese que estaba tan falto de astucia que no sabía distinguir una trampa de una madriguera. No tiene sentido pensar la ciencia como un mercado invadido por gabinetes de prensa y anuncios de neón.
Y aquí me temo que la principal crítica solo puede ser una autocrítica: la esencia de la investigación es así, poner a muchas mentes a estudiar la naturaleza de las cosas, darles todos los recursos posibles y cruzar los dedos para que tengamos suerte. Solo nos queda aprender a comunicar esa esencia y no, no es una tarea fácil.