"El peor enemigo del coronavirus es la primavera": lo que sabemos sobre cómo afecta el calor y la humedad los brotes de COVID-19

"El peor enemigo del coronavirus es la primavera": lo que sabemos sobre cómo afecta el calor y la humedad los brotes de COVID-19
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En la lucha contra el coronavirus, tenemos un as bajo la manga: el tiempo juega a nuestro favor. Y hablo de tiempo en sus dos acepciones habituales, la cronológica y la atmosférica. Los investigadores y las autoridades sanitarias están convencidos de que el SARS-Cov-2 se verá afectado por el calor y la humedad ambiente.

El mismo Fernando Simón, el director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, decía hace unos días que “el virus con temperatura alta y menor humedad será más frágil y será como una gripe que en primavera-verano deja de transmitirse. Si fuera así, al llegar a la primavera se reducirá y puede ser indetectable”. Pero ¿cómo podemos saber esto? ¿Qué nos lleva a pensar que esto será así con un virus que conocemos desde hace tan poco tiempo?

El calor y la humedad: puntos flacos del SARS-2

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Lo primero es su estructura molecular. Como explica Alberto garcía-Salido, el COVID-19, como la mayor parte de virus animales, tiene envoltura vírica. Esta envoltura es una bicapa lipídica que, al proceder de las células infectadas, facilita la entrada del virus. A esta envoltura no le sientan bien las altas temperaturas y, por lo que sabemos de otros coronavirus, el calor acelera su inactivación.

Esto se puede comprobar en laboratorio, pero también en otras epidemias. En el caso más parecido que tenemos a la crisis actual (la del SARS de 2003), el brote empezó en noviembre, alcanzó su pico en mayo y, en la práctica, desapareció con la llegada del verano en el hemisferio norte. No obstante, como hemos repetido muchas veces, lo que sabemos sobre otros coronavirus no tiene por qué cumplirse en este, pero sí que nos da un buen marco de referencia que hasta ahora nos ha sido de mucha utilidad.

Por otro lado, hay muchos más factores que influyen en la propagación de las enfermedades infecto-contagiosas. Muchos de ellos de naturaleza social y cultural. El ejemplo clásico es que, en invierno, las personas tendemos a estar más en espacios cerrados donde el contacto interpersonal es más estrecho y los ambientes viciados hacen que la carga vírica del aire aumente. Otros, en cambio, son meteorológicos: el calor hace que la mucosidad y los microflujos gracias a los que se transmiten se deshidraten con mayor velocidad.

En definitiva, hay buenas razones para pensar que la llegada del calor y la sequedad del ambiente será un factor fundamental de cara a frenar la epidemia. Y eso es una buena noticia. No solo porque ayudará a frenar las cadenas de contagios ya en marcha, sino porque nos ofrece una ventana de oportunidad para conseguir nuestro objetivo, erradicar la enfermedad antes de que se instale de forma definitiva en el ser humano.

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