Un planeta lleno de agujeros: Cómo somos capaces de medir la densidad de la capa de ozono

Un planeta lleno de agujeros: Cómo somos capaces de medir la densidad de la capa de ozono
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En 2020 se cumplirán 35 años desde que empezamos a escuchar a hablar del agujero en la capa de ozono. Durante este tiempo, la humanidad ha sido capaz de lo mejor, pero también de lo peor. Conseguimos ponernos de acuerdo para prohibir los clorofluorocarbonos que la estaban matando en un tiempo récord, logramos revertir el proceso y, poco después, nos las apañamos para volver a adelgazarla.

Aunque la capa de ozono se convirtió en uno de los temas de fin de siglo y, hoy por hoy, sigue siendo un tema recurrente de la prensa medioambiental, hay dudas que siguen siendo demasiado frecuentes. Duda como por ejemplo, ¿Cómo podemos saber que existe el maldito agujero?

¿Cómo podemos saber que existe un agujero en la capa de ozono?

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Uno de los primeros espectofotómetros de ozono

La respuesta corta es sencilla: midiéndolo. Lo que ocurre es que no es intuitiva porque, en fin, el ozono atmosférico, no se ve a simple vista. Para descubrir que existía una capa de ozono en la atmósfera, los científicos tuvieron que responder a una pregunta esencial ¿Por qué no nos llega todo el espectro de la luz solar? O, por decirlo de otra manera, ¿dónde está toda esa luz ultravioleta que deberíamos estar ahí, pero no nos llega?

En 1879, el astrónomo francés Alfred Cornu sugirió que la limitación del extremo ultravioleta del espectro solar que se recibía en la Tierra solo podía deberse a que había algo en la atmósfera. No teníamos muy claro qué podía ser, pero tras pasar muchas horas examinando mediciones llegó a la conclusión de que algo debía estar bloqueando esas frecuencias del espectro visible.

Un año después, uno de los padres de la espectroscopia, Walter Noel Hartley que acababa de estimar la banda de absorción del ozono vio que las cuentas cuadraban y relacionó el gas, quizás por primera vez, con el bloqueo ultravioleta. Así fue como empezamos a medir el ozono, con detectores de rayos ultravioleta.

Pero no fue hasta 1912 y 1913, hasta que los astrónomos consiguieran componer el puzzle y proponer que en la atmósfera existía una capa de ozono de 0,5 cm de grosor. A partir de ese momento, se inició una larga carrera técnica por ser capaces no solo de medir el ozono, sino de comprender el funcionamiento de la atmósfera.

Allá arriba

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Otro de los instrumentos clave durante estos años han sido los globo-sondas (en algunos casos aviones especiales). Estos cacharros son capaces de llevan instrumentación más allá de los 30 kilómetros de altitud y allí, en la estratosfera, toman muestras de aire que se analiza gracias a una pila de concentración. Este dispositivo es una celda electroquímica que utiliza yoduro de potasio que en contacto con el ozono crea una corriente que nos permite estimar la concentración.

En ocasiones, este tipo de globos pueden acabar explotando (por eso llevan paracaídas incorporados), pero son herramientas muy útiles para estudiar una capa de la atmósfera muy contraintuitiva. Fue Dobson (el que da nombre a las unidades de ozono atmosférico) el que se dio cuenta de que, al contrario de lo que se pensaba, la temperatura del aire no siempre decae con la altitud.

Por nuestra experiencia histórica, pensábamos que cuanto más se subía, más frío hacía. Pero Dobson se fijó en que a partir de la tropopausa (la zona de la transición entre la troposfera y la estratosfera) la temperatura vuelve a subir. De hecho, según algunos expertos, puede alcanzar hasta 17 grados (frente a los -55 de la capa alta de la troposfera). Eso era un ejemplo clarísimo de cómo el ozono que había en esa zona de la atmósfera dispersaba la luz ultravioleta y caldeaba el ambiente (algo que usamos, hoy por hoy, para medir el ozono desde los satélites como el ya desaparecido TOMS).

Y, cuando lo teníamos bien medido...

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Todo bien, todo fantástico. Hasta que en 1985 se descubrió (http://www.nature.com/nature/journal/v315/n6016/abs/315207a0.html) que la capa estaba desapareciendo y estaba formando un agujero sobre la Antártida. Nadie pudo ponerse de perfil: teníamos más de un siglo de mediciones que confirmaban la misma idea: sin la capa de Ozono tendríamos un serio problema con la radicación ultra violeta.

En 1987, la conferencia de Montreal prohibió los clorofluorocarbonos (CFCs) en lo que me parece uno de los esfuerzos internacionales más exitosos de la historia de la defensa del medio ambiente. Si no hubiéramos hecho nada, el agujero sería un 40% mayor que en 2008 y dejaría 25 millones de kilómetros cuadrados expuestos a la luz ultravioleta del sol.

Pero lo hicimos y, justo cuando podíamos decir que la capa de ozono se estaba recuperando, volvieron los problemas con países como China saltándose la normativa internacional a la torera. Visto lo visto, aun queda mucho por hacer, pero gracias a la monitorización sabemos qué está pasando.

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