Hace aproximadamente 13 millones de años, los humedales que cubrían el territorio que hoy llamamos Colombia eran escenario de una intensa competencia por la supervivencia. Y entre los muchos habitantes de ese paisaje pantanoso y fértil, se destacaba un depredador formidable: el Phorusrhacos, conocido popularmente como el “ave del terror”.
Este animal, que superaba los dos metros de altura, no podía volar, pero caminaba con potencia sobre sus patas musculosas, armado con un pico afilado capaz de desgarrar carne con facilidad.
Y aunque durante mucho tiempo se pensó que estas aves ocupaban la cima de la cadena alimenticia, sin amenazas reales, lo cierto es que una reciente investigación liderada por paleontólogos colombianos reveló un capítulo desconocido de esa historia: las temidas aves del terror no eran invencibles.
De hecho, un fragmento óseo hallado en el desierto de la Tatacoa parece contar una historia distinta, una en la que un depredador aún más poderoso acechaba entre las aguas.
El hueso que lo cambió todo
(Biology Letters)
Todo comenzó hace más de una década, cuando César Augusto Perdomo, un coleccionista de fósiles del Huila, encontró un fragmento fósil del tamaño de un puño. El hueso, correspondiente a la parte distal de una pata de Phorusrhacos, fue identificado posteriormente por investigadores de la Universidad de los Andes.
Pero lo que en principio parecía un hallazgo valioso pero común, se transformó en una pieza clave para reconstruir un enfrentamiento entre dos grandes depredadores del pasado.
Al observar con detalle la superficie del fósil, los paleontólogos notaron cuatro marcas de mordidas profundamente incrustadas en el hueso. Lo llamativo era que no presentaban signos de cicatrización, lo que sugería que el ataque había sido mortal.
En otras palabras, las mordidas ocurrieron cuando el ave aún estaba viva, o muy poco después de morir.
Una emboscada desde el agua
(Biology Letters)
Para entender quién pudo haber provocado esas marcas, los investigadores compararon la forma y el tamaño de las perforaciones con las dentaduras de animales prehistóricos conocidos en la región.
La respuesta más probable apunta a un antiguo caimán gigante: Purussaurus neivensis. Este reptil, emparentado con los caimanes actuales, podía alcanzar longitudes de hasta cinco metros y habitaba los mismos ecosistemas ribereños que las aves del terror.
El análisis detallado, incluido escaneos en 3D del hueso, sugiere que el Purussaurus pudo haber atacado desde una posición de emboscada, tal como lo hacen los caimanes modernos.
Oculto en las orillas, esperando que una presa se acercara lo suficiente, el reptil aprovechó el momento para lanzar un ataque certero, atrapando al ave por la pata y hundiéndola en el agua.
Aunque no es posible confirmar si se trató de un acto de depredación o de carroñeo, el registro fósil permite plantear que, incluso en la cima de la cadena alimenticia, ningún depredador estaba completamente a salvo.
Una ventana al ecosistema del pasado
(Tatacoa.cgares.org)
Este descubrimiento, publicado recientemente en la revista Biology Letters, es una de las pocas pruebas directas de interacción trófica entre dos depredadores ápice del Mioceno sudamericano.
El hallazgo permite a los científicos entender mejor la dinámica ecológica de aquel tiempo, donde gigantes terrestres y acuáticos compartían territorio y competían, a su manera, por sobrevivir.
La zona de La Venta, en el desierto de la Tatacoa, se ha consolidado como uno de los yacimientos fósiles más importantes de Sudamérica. En el Mioceno, era una red de humedales exuberantes que conservaban restos orgánicos con notable detalle.
Hoy, cada fragmento recuperado, como el hueso de esta desafortunada ave del terror, contribuye a reconstruir cómo era la vida en esos ecosistemas y cuáles eran las relaciones entre sus habitantes. “Ese fue el último día en que el ave estuvo en este planeta”, explicó el paleontólogo Andrés Link, uno de los autores del estudio.
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